miércoles, 12 de enero de 2011

La esposa del embajador






Tenía el aire de una princesa de cuento, de esos de final feliz, quizás por eso se me antojaba inalcanzable mientras me sonreía desde su pedestal de “erase una vez”. Un elegante vestido negro la envolvía, como un deseado regalo en su  papel dorado y unos zapatos de tacón de aguja acentuaban aun mas su esbelta figura. El pelo negro, recogido, la mirada limpia, una sonrisa y una discreta pulsera de oro como únicos adornos. Nadie era capaz de distraer la vista de aquel rostro. Por un instante cruzó su mirada conmigo mientras daba un corto sorbo a su copa, de golpe el hielo se deslizó e hizo caer el dorado liquido sobre su mentón, ocasión aprovechada para ofrecerle mi pañuelo. Era la mujer del embajador, solía asistir a aquellas fiestas de clase alta, ya la había visto en otras ocasiones y el Hilton de París era un marco incomparable para su elegante presencia. Charlamos durante unos minutos y su agudeza me hizo temblar en más de una ocasión, las palabras se agolpaban en mi garganta negándose a salir y el vello erizado de mis brazos daba prueba del duro trance por el que pasaba. No podía creer que aquella hermosa criatura pudiera tener el mas mínimo interés en mi persona, pero entonces, ocurrió el milagro. Pude notar como deslizaba en el bolsillo de mi smoking un objeto que antes jugueteaba entre sus dedos, la llave de la habitación 303 y un poderoso escalofrío vino a recordarme que mis dotes de seductor eran tan inexistentes como fácilmente rebatidas entre el panorama femenino. Sin poder apartar la vista del rítmico contoneo de sus caderas cruzó el amplio salón, a la vez que todo un ejército de ojos vidriosos la seguía mientras se encaminaba a los ascensores y tras unos segundos de prudente ventaja, me fui tras ella. No sabía si el ascensor me recogería esa misma noche, así que decidí afrontar las tres plantas de escaleras con decisión, decisión que por cierto empezó a fallarme a mitad del segundo piso pero que fue suficiente para plantarme frente a la puerta 303. Con autentico pánico a que todo fuera una simple broma, giré la llave y “voilá”, la puerta cedió y me vi dentro de la suite.
Lo que ocurrió en aquella habitación en las siguientes horas probablemente no pueda ser escrito por esta temblorosa mano en muchos años, pero si que ella, justo antes de salir de la habitación se volvió con los zapatos en la mano mientras me dedicaba una pícara sonrisa y que en ese preciso momento supe que amaría a aquella mujer el resto de mi vida y cada día un poco mas, ya incluso antes de regocijarme sabiendo que era la esposa del embajador, y yo, el afortunado embajador.

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un relato impresionante, con un gusto exquisito y un final sorprendente, una verdadera maravilla

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