Pero ella ni los veía. Solo quería días grises.
De vez en cuando su risa apagaba el mundo, las voces dejaban de sonar, el mar paraba sus olas y quieto esperaba, acercaba brazos de espuma a la orilla y regalaba en la arena sus mejores galas, corales de vivos colores y cristales robados al fondo, de barcos antiguos traía tesoros olvidados y se los ofrecía.
Pero ella no venia. No, el mar tampoco la tenia.
Dicen que un día un hombre por fin pudo alcanzarla, pudo con miel llenar sus labios, probar el dulce sabor de sus besos y ver como su cara resplandecía, una sonrisa plena y ella entregó el calor de su cuerpo desnudo en la noche de una playa solitaria.
Dicen que aquel día, la luna se puso roja de envidia.
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